Sucumbiendo ante lo obvio

típico

Se enteró que estaba ese recital al que daba ir y se decidió y fue, más temprano que de costumbre, porque en una de esas empieza antes… apenas llega se inmola en la valla, pese a los consejos de sus amigos de que faltaban como cuatro horas para que empiece, que ni daba clavarse ahí, pero nada… Antes de que empiece la banda se cansa de gritar como enajenada dejen de empujar, como si sus susurros contrarrestaran la reacción en cadena que un empujoncito (multiplicado por cinco mil) causa, dice cosas como «mestánpisando» y al tercer tema se de cuenta que estar adelante de todo no es para cualquiera y sale empujando gente, para buscar un lugar donde hayan dos metros cuadrados de aire. Ve el resto del recital desde lo lejos, y en vez de mirar el escenario mira una de esas pantallas grandotas que proyectan y amplifican al chicolindo de la guitarra. Termina y llama a sus conocidos, «nos encontramos en la salida», como si la salida no fuera el mismo lugar por el que tiene que pasar toda la concurrencia del lugar. Se indigna porque cortaron las calles, el colectivo no pasa por ahí y los pocos taxis que ve tienen el cartelito de libre apagado. Se enerva porque ninguno de sus amigos trajo auto, y despues como de «media hora» de esperar inmóvil como estatua en una esquina, un 504 negro y amarillo para y la lleva a su casa.

Al otro día llega entusiasmadísima al trabajo, con una disfonía recontra fingida, diciendo que fue el mejor recital de su vida. Alguien contesta «no fue el primero, acaso?» y ella hace esa cara, esa, la de entrecerrar un ojo y levantar un costado de la boca comosigruñiéramos, de esas caras de odio que le hacés a alguien cuando dijo algo que te revienta, pero que sabés que es cierto.